sábado, 14 de marzo de 2015

Aquel Cádiz de 1702.

  
           Ha pasado mucho tiempo desde que se produjo aquel episodio del lejano septiembre de 1702 en Cádiz. Ahora cuando uno contempla sus playas, tranquilas, serenas, llenas de turistas con camisetas multicolores y cámaras de fotos, parece que algunos sucesos fueran difíciles de ocurrir.

            Al pasear por su litoral, nos podemos preguntar por qué los avatares de la Historia llevan a algunos pueblos a ser constante objetivo de la envidia y la rapiña, pero es obvio que las gentes sencillas, que no son guerreros, siempre serán ovejas para los lobos, a diferencia de los lances obtenidos frente a aquellos poderosos y aguerridos Tercios de Flandes, cuyo temple bajo el pabellón de Borgoña hacía templar a ejércitos y emperadores a lo largo y ancho de la vieja Europa.
 

            España había entrado de lleno en la última década del siglo anterior, en un complicado juego de ajedrez, reflejado en el Nuevo Mundo, mostrando al resto de las naciones todo lo que se podía obtener de las nuevas tierras descubiertas y conquistadas. Durante cerca de 300 años, logró mantener una extraordinaria hegemonía ante los países extranjeros, que veían con asombro de qué manera Castilla hacía desfilar sus pesados galeones cargados de oro, plata y costosas especias hacia la metrópoli. Sin embargo, superado el primer tercio del siglo XVII, las flotas europeas comenzaron a organizarse y a tomar posesión de costas e islas que iban a comenzar a explotar para participar en el pastel americano.

            Los filibusteros, que tan organizados habían estado a partir de 1620 formando una oculta y sólida hermandad de grupos temibles, ya no interesaban a las coronas imperiales inglesa y francesa, desde el momento en que tenían enormes intereses económicos en aguas de las Antillas, ya que sus barcos también eran presa codiciada por aquellos piratas, que habían decidido que ya no tenían nación, y las banderas no les importaban lo más mínimo. Debían organizarse concienzudamente si deseaban mantener unas líneas comerciales fuertes y seguras, que garantizasen su supremacía en el mar, y así lo hicieron, de modo que a partir de 1680, las escuadras de guerra cazan a cualquier nave no reconocida que se dedique a navegar sin documentos que les avalen, haciendo que estas escuadras de mercenarios se trasladen al Indico y a los mares de China.
 
            Inglaterra por aquel entonces exportaba productos a través de sus agentes en Cádiz, desde donde después se llevaba la carga hasta las colonias americanas, pero la existencia de los intermediarios les hacía perder dinero, de modo que a finales del siglo XVII comienza a exportar directamente a Jamaica, especialmente la lana inglesa, cuyo gobernador era entonces el inglés Sir William Beeston. La Corona inglesa llevaba demasiado tiempo ansiando firmar un tratado con España, que le garantizase la venta de esclavos en América, es decir, lograr el Tratado del Asiento de Esclavos, por el que compartiría el monopolio en los puertos coloniales, pero tras el triunfo de Felipe V en la Guerra de Sucesión, los franceses desplazaron a Inglaterra de este negocio, que ya no obtendría hasta el año 1713.

            Aún así, nos consta que al menos entre 1697 y 1702, más de un 75% de la plata procedente del Imperio español, era recibido por los comerciantes ingleses afincados en Cádiz, lo que suponía un montante de unos 2.000.000 de libras esterlinas, que luego los anglosajones destinaban a la inversión en sus colonias de Asia, por lo que de algún modo la vía gaditana, en cierto sentido, era en la práctica más importante que la de Jamaica.

            A finales del siglo XVII, el exportador inglés más importante de Cádiz era Sir William Hodges, el cual venía pagando una especie de rescate equivalente al 3% de sus beneficios, con objeto de evitar que la plata americana le fuera confiscada por las autoridades españolas. En 1699, el cónsul de Cádiz, Martín Wescombe, fue destituido por incumplimiento de sus obligaciones. Era la persona clave que vendía en el mercado las presas hechas por los ingleses en el Mediterráneo, convirtiéndolas en dinero. Pronto, la mayor parte de los representantes de aquel comercio inglés tan brillante, acabarían abandonando España con destino a su país de origen, debido a la ruptura de las relaciones de la Corona Española con Inglaterra. En el horizonte soplaban vientos de guerra y había que poner aguas de por medio.
 

            Entre ellos se hallaba el agente inglés Edward Harding, que en junio de 1702, tuvo que confiar sus bienes pertenecientes a la compañía formada por los hermanos George y Thomas Finch, al ciudadano Juan del Camino, cuya casa sería saqueada por las tropas angloholandesas en el asedio a Cádiz, por lo que lo perdió todo, bienes y efectos, en aquel trágico episodio que comenzó el 23 de agosto y duró aproximadamente unos 22 días.

            Pero, ¿qué escenario existía en aquel Puerto de Santa María del Cádiz de 1702?

            Si viajásemos en el tiempo, y nos encontrásemos en aquel lugar, probablemente observaríamos un terreno muy distinto al de hoy, lógicamente. Jerez se halla al este, en su camino podemos ver el cementerio de la ciudad, cerca del monasterio de Nuestra Señora de la Victoria, o de San Francisco de Paula, a donde conducía la calle Larga que entraba en la ciudad del Puerto de Santa María. Aquí confluyen la calle Cielo y hacia el norte la calle Palacios, donde se hallaba la casa de los duques de Medinaceli, que hoy es una gran bodega. También encontramos la plaza de la Pescadería, junto al río Guadalete, y la plaza del Polvorista, que aún existen y son generosas. La última tenía un cuartel militar donde vive el Capitán General, marqués de Villadarias. Podemos ver las iglesias de San Francisco, Santo Domingo, San Joaquín, y los monasterios de San Agustín, de los Descalzos de San Diego y de los Hospitalarios de San Juan de Dios.
 

            La Casa de la Caridad era servida por los hermanos de San Juan de Dios, que después de 1675, se establecieron en la capilla de San Andrés. En la ribera del Guadalete, había un hospicio para hombres y mujeres en convalecencia, y allí mismo existía un pósito con capacidad para 4000 fanegas de trigo en caso de carestía. La casa de las misiones estaba situada junto al campo de Guía, al final de la ciudad, hacia el oeste, que pertenecía a la orden de los jesuitas, donde se alojaban los religiosos que embarcaban en los galeones hacia las Indias.