martes, 12 de noviembre de 2013

EL MISTERIOSO CASTILLO DE MANZANEROS.


 
            Ávila es una bellísima provincia rodeada de vestigios históricos verdaderamente apasionantes, diseminados por todos sus rincones, de norte a sur, algunos de ellos celosamente conservados, otros tan desaparecidos que no se sabe a ciencia cierta si existieron, o si forman parte de la leyenda nacida en el albor de las tinieblas.

            Esta belleza que Ávila posee, al estilo de una sultana tímida y discreta, está principalmente representada por sus ciclópeas murallas, sus innumerables iglesias y sus calles estrechas medievales, pero no es el único patrimonio que guarda en sus tierras, como un libro abierto que se congratula en contar una historia de miles de años, engendrada por diferentes religiones, por distintos pueblos y personajes que han desfilado por su piel a lo largo de un dilatado período de tiempo.

            Tierra de hidalgos, caballeros, escritores, guerreros curtidos en la pluma y la espada, así como de páramos fríos y olvidados, perdidos en mitad de parajes de los que ya casi nunca habla nadie al calor de las hogueras, como hacían antaño los padres y los abuelos a la hora de cenar, cuando se trasmitieron las señas de identidad de muchos de los legados que la memoria más antigua ha dejado en el camino, en el cual frecuentemente se han venido borrando sus rastros, negándonos de manera lastimosa la revelación de muchos de sus más intrigantes secretos.
 
            Entre sus atrayentes restos, rastro de una cultura ancestral medieval disipada entre las tinieblas del tiempo, están sus castillos, aquellas fortalezas–viviendas en que uno o varios señores escribieron la Historia de Castilla y del mundo a través de sus gestas, de su vasallaje y de sus traiciones. Entre ellos se debió encontrar el castillo de Manzaneros, uno de los enclaves que más preguntas hace plantearse a los arqueólogos y los historiadores, en virtud precisamente de su falta de vestigios, porque los pocos que quedan, aún son claramente distinguibles.

            Situado a unos 10 km. de la capital de Ávila, en el interior de una hermosa y bien conservada finca de interminables encinas propias del lugar y del terreno, dentro de la finca del mismo nombre, yacen mudos los montones de piedras de lo que fue una torre cuadrangular, que se sospecha sobria y maciza, último resto de lo que fue un castillo escondido en mitad del campo, y cuya vida, esencia e imagen se llevó la Historia a la tumba, dejándonos tan solo la idea de lo que pudo ser, y de cómo pudo ser.

            Nos hemos entrevistado con el marqués de Manzaneros, un hombrecito adorablemente afable, sociable e inteligente, con una exquisita clase en el entendimiento y el trato propios de alguien que proviene de gentes de alcurnia. Nos relata que la torre del castillo de Manzaneros acabó derrumbándose hacia 1997, debido a la acumulación de aguas en sus sillares, durante unos días de torrenciales lluvias, habida cuenta de que ya se venía quejando de tener fisuras con las que le costaba mantenerse en pie. Una lástima y una pérdida para los amantes de la Historia, la arqueología y la memoria del pasado, sin duda alguna.

            El marqués nos cuenta, que tiene fiel conocimiento de que el castillo está documentado en una obra que el marqués de la Ensenada escribió en el siglo XVIII, titulado Obras Antiguas de España, donde menciona que el castillo posee unos muros que se hallan derrotados, tal como se decía en la época para referirse al derrumbamiento parcial de los restos de sus muros y murallas. Según el noble propietario de la finca, el castillo habría existido ya hacia el año 900, y sería de traza visigótica, por lo cual nos comenzamos a plantear un reto historiográfico sobre su existencia, que de ser cierto, nos remontaría a un momento muy importante de la Historia de España, en pleno proyecto de la reconquista cristiana, que sin embargo tardaría aún mucho en llegar hasta estas tierras en que se hallaba la fortaleza.

            No nos ha sorprendido el hecho de que hubiese habido un castillo en este lugar, teniendo en cuenta que estos parajes, muchos siglos antes, fueron ya pisados por celtas vetones, romanos y visigodos, por lo cual estos espacios ya habían sido frontera local de determinados caudillos, y escenarios de batallas, antes de que se levantasen las torres del supuesto edificio medieval. Sin embargo, lo que más nos roba los sentidos es observar sus restos, caídos pero reveladores, amontonados pero emblemáticos, silenciosos pero llenos de datos para aquellos que sean capaces de leer en sus piedras, en sus piezas talladas, en su entorno.
            Plantarse ante el montón de sillares y restos rotos de lo que debió ser la famosa torre, podría ser algo decepcionante para cualquiera si, tal como se puede observar, uno trata de ver lo que simplemente es la paradoja de un adiós, el derrumbe de otro rastro de nuestros antepasados que no podía aguantar más en pie. No debió ser una torre muy grande, porque el área en el que yacen sus sillares es más bien pequeño, y esto nos hace pensar en una torre de vigilancia más que en un edificio destinado a vivienda. Pero el desafío de un pasado oculto nos obliga a pensar que debieron existir otros cubos o edificios más grandes junto a ella, o separados, que formarían el resto de las dependencias y estructuras del castillo. El marqués, y nosotros mismos, estamos de acuerdo en que la mayor parte de las piedras con que se han venido construyendo las actuales vallas que dividen las parcelas de la finca, podrían provenir de los restos de la supuesta fortaleza, y quizá incluso el palacete cercano, también en ruinas, que existe en la dehesa, y que actualmente está en desuso.

            Lo más característico que en este momento puede apreciarse de la torre cuando se la visita, y que revela fielmente su naturaleza, son las dovelas del arco de entrada al cubo, situadas en su cara oeste, que aún se niegan a tumbarse sobre el lecho de la verde hierba que rodea el cúmulo de pétreos restos esparcidos en unos 40 m2, las cuales presentan de un modo admirable el acceso a las escaleras que debían ascender a la cresta de la torre.

            En sus alrededores, descolocados por todas partes, aparecen las piezas talladas en forma de voluta por un extremo, y por el otro mostrando una plataforma triangular que se
ensancha progresivamente para ofrecer un borde redondeado. Son los peldaños que integraban la arquitectura del hueco de subida a través del cubo, que son perfectamente reconocibles. Entre ellos, especialmente en su lado sur, aparecen otros tantos sillares tallados en forma de media luna redondeada, que revelan la curva con la que alimentaban el espesor de los muros de la torre, cuadrada en el exterior, redondeada en el interior, para servir de paramentos al pozo de ascensión a la parte superior.

            Durante nuestra visita no hemos logrado identificar símbolos ni marcas de cantería, pues el sol declinaba y la luz no acompañaba. Aunque no parece que haya ninguna en las piezas de la superficie. Es posible que bajo los escombros aparezca alguna de ellas que pudiera arrojar algún dato interesante, pero para ello habría que levantar y separar todas y cada una de las piedras que engrosan el montón. Ciertamente, un trabajo para ponerse a hacerlo. Más interesante sería limpiar y despejar el hueco de la entrada al cubo, que muestra sin lugar a dudas las medidas del pasillo de acceso a los escalones, y que nos diría algo acerca de quienes lo franquearon en su día. En un primer vistazo, el muro confiesa entre 1 m. y 1,20 m. de espesor en el punto de entrada, quizá algo más, pero de haber estado adherido a alguna otra estructura, es posible que existiera algún tramo que doblase ese espesor en virtud de los sillares que sirviesen de material de continuación al
resto de los edificios colindantes. Si contamos con que el hueco del acceso parece arrojar un diámetro aproximado de la misma medida, tenemos que la torre tendría más o menos alrededor de 5 metros de lado, entre sillares y túnel de subida, por eso debió ser una pequeña torre de vigilancia y guardia. La altura solo podría ser deducible comparando los materiales caídos al suelo, con el número de piezas que hacen falta para elevar un edificio a una altura determinada, pero hay un pequeño problema, no sabemos cuántas piedras han sido retiradas del lugar a lo largo de los años, incluso cuando la torre estaba en pie, por lo cual no se pueden hacer conjeturas en este parámetro. 
            Nos hemos despedido de tan singular resto monumental, con todo un repertorio de interrogantes en la cabeza, que nos hacen preguntarnos quién pudo levantar el castillo, quién habitó aquí y qué fue de la fortaleza.... Frecuentemente las guerras son las mayores causantes de la destrucción de los edificios. La Reconquista ya castigó de manera ardua a diferentes territorios, que se encontraban en algunos de los límites comarcales que marcaron territorios y rutas de paso para tropas, cambiando de dueño al son de los tambores de la cruz, o de la media luna. Cuando Napoleón pasó por la provincia abulense, no dudó en quemar y cañonear abundantes castillos y palacios, para evitar que los naturales los usasen contra ellos, refugiándose o pertrechándose tras sus muros, por lo que dejó un rastro lamentable a su paso. Igualmente en la Guerra Civil Española, distintas escaramuzas vinieron a diezmar antiguos edificios existentes en todas las comarcas, habitualmente por la aviación, pero también por los obuses, que contribuyeron a hundir una buena lista de restos importantes, que nos hubieran revelado una buena parte de los misterios del pasado.
          En todo caso, nos marchamos con la satisfacción de ser testigos de la huella de unos habitantes que en otro tiempo construyeron grandes obras, con técnicas y conocimientos que hoy han desaparecido en el olvido, y que sirven para confesarnos una época, una situación, un mundo que se nos escapa como un pez entre las manos, permitiéndonos tan solo contemplar un mínimo retal de lo que debió ser una formidable residencia de señores feudales, donde la vida se desarrollaba en pos de unos ideales y unas reglas ya enterrados hace muchos siglos, y que solo se conservan en crónicas escritas por monjes, plasmadas en papiros que nos hablan de la Alta y la Baja Edad Media en nuestro país, de costumbres, de sucesos, de leyendas.... ¿cuánto de todo esto nos podrían contar las piedras si pudieran hablar?, es el misterio del castillo de Manzaneros, que nos observa mudo, desaparecido, guardando su secreto que se llevó con su último vestigio, su torre, para que nosotros podamos ahora divagar entre lo divino y lo humano, tratando de deducir algo medianamente cercano a su auténtica historia, que probablemente jamás lleguemos a conocer.