¿Cómo
nace una obra literaria?
¿Cómo
se transforma de ser una hoja en blanco que no dice nada, a ser una obra
escrita, que lo dice todo?
Las
obras literarias, al igual que las personas, tienen vida propia, y por lo
tanto, poseen una trayectoria de existencia, una razón para nacer. Es por ello
que se suele afirmar, que un libro es como una persona que tiene algo que
contarnos.
Hace
28 años, en un remoto rincón, sumamente sencillo y rural, nacía La Leyenda del Capitán. Todo el fondo
bibliográfico utilizado para su creación, entonces, fue un vulgar folleto
turístico, de una ciudad costera española, pero en aquellos momentos le sobró
para abrir sus ojos al mundo.
Aún
así, ver plasmada la realidad de un proyecto, de una idea, en un volumen
impreso, es una empresa sumamente larga, paciente y llena de trabajo. Su
resultado, al igual que cuando nace una persona, nos dirá si valió la pena.
Hay
quien asegura que la labor del escritor, al inventar historias, dotándolas de
personajes que gozan de su propia personalidad, de carácter, características y
destinos propios, como en la vida misma, nos sitúa un poquito más cerca de
Dios, porque de alguna manera, nos estamos empeñando en imitarlo. Quizá al
fabricar esos protagonistas, concediéndoles una imagen, haciéndoles vivir,
sufrir y morir, nos encontremos jugando con sus sentimientos −o con los de los
lectores−, y adoptemos de alguna manera una curiosa responsabilidad, o quizá
incluso, seamos un poco herejes, al tratar de plagiar la obra de la Creación,
plasmada en letras.
Los
ideales y la moralidad de nuestros lectores, en todo caso, tienen la última
palabra, ellos serán nuestro exigente jurado. Nos darán o nos quitarán la razón
al enjuiciarnos, según sus convicciones, cuando se emocionen con sus capítulos.
Al
crear una historia nueva no conocida, de algún modo estamos materializando
mágicamente los escenarios que ocurren en sus páginas; sucesos como el amor, el
dolor, el odio o la muerte, son tan humanos, que no importa que un personaje de
ficción, con nombre ficticio, los protagonice, pues el carácter con que lo
viste el escritor, lo transforma en alguien real, de carne y hueso. Ese
personaje lo podemos ver reflejado a diario en cualquiera de las personas que
nos rodean, o en aquellas que, aunque no conozcamos, intuimos que existen. Tan
parecidas y tan familiares como nuestros archiconocidos héroes o tiranos
novelados. Tan adorables o temibles como aquellos que la pluma fabricó. Porque
en el fondo, somos humanos, y lo mejor que sabemos hacer, es reflejar todo lo
que es más humano, más cercano, más posible.
Entonces
pasearemos por una calle o una plaza cualquiera, cuyo nombre aparece escrito en
la obra, y sentiremos que ellos están allí, a nuestro lado, que nos observan.
Sentiremos que la historia cobra vida, que tiene aliento, voz, que respira y
suspira, que su corazón late..., y es entonces cuando la obra literaria, con
nombre propio, cobra fuerza, emana tanta luz propia ante las emociones
mundanales de las personas, que éstas se deleitarán participando de las mismas
sensaciones y emociones que sus protagonistas, en aquellos rincones novelados
donde todo tuvo lugar, donde todo se llevó a cabo, dentro de esa otra dimensión
invisible construida con tinta.
En
repetidas ocasiones, a lo largo de los años, nos sentiremos identificados con
muchos de ellos, y nos preguntaremos qué haríamos en su caso, qué pasos
hubiésemos dado de ser nosotros quienes tuviésemos que elegir dentro del
escenario, de tener que decidir ante el desenlace de su destino. No importa si
somos héroes, villanos, princesas, víctimas o alguien que pasaba por allí.
Serán tan reales como la vida misma. Nos sentiremos al leerlos, tan implicados
como ellos mismos en la maravillosa o fatal espiral de su razón de ser.
Ávila,
17 de julio de 2015.
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