Ha
pasado mucho tiempo desde que se produjo aquel episodio del lejano septiembre
de 1702 en Cádiz. Ahora cuando uno contempla sus playas, tranquilas, serenas,
llenas de turistas con camisetas multicolores y cámaras de fotos, parece que
algunos sucesos fueran difíciles de ocurrir.
Al pasear por su litoral, nos
podemos preguntar por qué los avatares de la Historia llevan a algunos pueblos
a ser constante objetivo de la envidia y la rapiña, pero es obvio que las
gentes sencillas, que no son guerreros, siempre serán ovejas para los lobos, a
diferencia de los lances obtenidos frente a aquellos poderosos y aguerridos
Tercios de Flandes, cuyo temple bajo el pabellón de Borgoña hacía templar a
ejércitos y emperadores a lo largo y ancho de la vieja Europa.
España había entrado de lleno en la
última década del siglo anterior, en un complicado juego de ajedrez, reflejado
en el Nuevo Mundo, mostrando al resto de las naciones todo lo que se podía
obtener de las nuevas tierras descubiertas y conquistadas. Durante cerca de 300
años, logró mantener una extraordinaria hegemonía ante los países extranjeros,
que veían con asombro de qué manera Castilla hacía desfilar sus pesados
galeones cargados de oro, plata y costosas especias hacia la metrópoli. Sin
embargo, superado el primer tercio del siglo XVII, las flotas europeas
comenzaron a organizarse y a tomar posesión de costas e islas que iban a
comenzar a explotar para participar en el pastel americano.
Los filibusteros, que tan
organizados habían estado a partir de 1620 formando una oculta y sólida
hermandad de grupos temibles, ya no interesaban a las coronas imperiales
inglesa y francesa, desde el momento en que tenían enormes intereses económicos
en aguas de las Antillas, ya que sus barcos también eran presa codiciada por
aquellos piratas, que habían decidido que ya no tenían nación, y las banderas
no les importaban lo más mínimo. Debían organizarse concienzudamente si
deseaban mantener unas líneas comerciales fuertes y seguras, que garantizasen
su supremacía en el mar, y así lo hicieron, de modo que a partir de 1680, las
escuadras de guerra cazan a cualquier nave no reconocida que se dedique a
navegar sin documentos que les avalen, haciendo que estas escuadras de
mercenarios se trasladen al Indico y a los mares de China.
Inglaterra por aquel entonces
exportaba productos a través de sus agentes en Cádiz, desde donde después se
llevaba la carga hasta las colonias americanas, pero la existencia de los
intermediarios les hacía perder dinero, de modo que a finales del siglo XVII
comienza a exportar directamente a Jamaica, especialmente la lana inglesa, cuyo
gobernador era entonces el inglés Sir William Beeston. La Corona inglesa
llevaba demasiado tiempo ansiando firmar un tratado con España, que le
garantizase la venta de esclavos en América, es decir, lograr el Tratado del
Asiento de Esclavos, por el que compartiría el monopolio en los puertos
coloniales, pero tras el triunfo de Felipe V en la Guerra de Sucesión, los
franceses desplazaron a Inglaterra de este negocio, que ya no obtendría hasta
el año 1713.
Aún así, nos consta que al menos
entre 1697 y 1702, más de un 75% de la plata procedente del Imperio español,
era recibido por los comerciantes ingleses afincados en Cádiz, lo que suponía
un montante de unos 2.000.000 de libras esterlinas, que luego los anglosajones
destinaban a la inversión en sus colonias de Asia, por lo que de algún modo la
vía gaditana, en cierto sentido, era en la práctica más importante que la de
Jamaica.
A finales del siglo XVII, el
exportador inglés más importante de Cádiz era Sir William Hodges, el cual venía
pagando una especie de rescate equivalente al 3% de sus beneficios, con objeto
de evitar que la plata americana le fuera confiscada por las autoridades
españolas. En 1699, el cónsul de Cádiz, Martín Wescombe, fue destituido por
incumplimiento de sus obligaciones. Era la persona clave que vendía en el
mercado las presas hechas por los ingleses en el Mediterráneo, convirtiéndolas
en dinero. Pronto, la mayor parte de los representantes de aquel comercio
inglés tan brillante, acabarían abandonando España con destino a su país de
origen, debido a la ruptura de las relaciones de la Corona Española con
Inglaterra. En el horizonte soplaban vientos de guerra y había que poner aguas
de por medio.
Entre ellos se hallaba el agente
inglés Edward Harding, que en junio de 1702, tuvo que confiar sus bienes
pertenecientes a la compañía formada por los hermanos George y Thomas Finch, al
ciudadano Juan del Camino, cuya casa sería saqueada por las tropas angloholandesas
en el asedio a Cádiz, por lo que lo perdió todo, bienes y efectos, en aquel
trágico episodio que comenzó el 23 de agosto y duró aproximadamente unos 22
días.
Pero, ¿qué escenario existía en
aquel Puerto de Santa María del Cádiz de 1702?
Si viajásemos en el tiempo, y nos
encontrásemos en aquel lugar, probablemente observaríamos un terreno muy
distinto al de hoy, lógicamente. Jerez se halla al este, en su camino podemos
ver el cementerio de la ciudad, cerca del monasterio de Nuestra Señora de la Victoria,
o de San Francisco de Paula, a donde conducía la calle Larga que entraba en la
ciudad del Puerto de Santa María. Aquí confluyen la calle Cielo y hacia el
norte la calle Palacios, donde se hallaba la casa de los duques de Medinaceli,
que hoy es una gran bodega. También encontramos la plaza de la Pescadería,
junto al río Guadalete, y la plaza del Polvorista, que aún existen y son
generosas. La última tenía un cuartel militar donde vive el Capitán General,
marqués de Villadarias. Podemos ver las iglesias de San Francisco, Santo
Domingo, San Joaquín, y los monasterios de San Agustín, de los Descalzos de San
Diego y de los Hospitalarios de San Juan de Dios.
La Casa de la Caridad era servida
por los hermanos de San Juan de Dios, que después de 1675, se establecieron en
la capilla de San Andrés. En la ribera del Guadalete, había un hospicio para
hombres y mujeres en convalecencia, y allí mismo existía un pósito con
capacidad para 4000 fanegas de trigo en caso de carestía. La casa de las
misiones estaba situada junto al campo de Guía, al final de la ciudad, hacia el
oeste, que pertenecía a la orden de los jesuitas, donde se alojaban los
religiosos que embarcaban en los galeones hacia las Indias.
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